lunes, 11 de diciembre de 2006

Lección de Navidad, por el padre Alfonso Gil González

Lección de Navidad

Digamos, para empezar, que, probablemente, no hay unas fiestas tan universales, en el tiempo y en el espacio, como las de Navidad. Desde aquella ocurrencia sanfranciscana (s. XIII) de representar el nacimiento de Jesucristo, hasta nuestros días, estas fiestas navideñas ocupan tal protagonismo histórico, que difícilmente una sociedad tan secularizada como la de este siglo XXI podrá, no digo anular, ni siquiera oscurecer. La razón, creo yo, radica en que el acontecimiento del Verbo humanado está preñado del más puro humanismo, hasta tal punto que, quiérase o no, la propia historia de los mortales se cierra y se abre con la ayuda de esta bisagra del nacimiento de Cristo, el arquetipo humano.
No es que san Francisco de Asís inventara la Navidad. En todo caso, su inspirada ocurrencia impulsó la costumbre de nuestros belenes. Desde muchos siglos antes, el nacimiento, o mejor, la encarnación de lo divino, ya era presagiado por los corazones con ansias de un mundo nuevo, desde los grandes profetas del Antiguo Testamento hasta el gran poeta Virgilio, según leemos en una de sus Églogas. Pero el Poverello supo identificarse con el mensaje y lo proyectó al mundo de su época y de las venideras centurias. Y es que la Navidad, desde el más pequeño detalle, tiene como ínsito el mejor deseo de todo corazón.
Ya en su mismo inicio, la Navidad es un anuncio de paz y de amor irrevocables. Y, ya en su inicio, los hombres sencillos lo acogen y comparten. Y es que, desde el Niño Dios, la Navidad nos señala cómo el nacimiento de cada hombre hemos de verlo, de contemplarlo, con la alegría esperanzada de que, por fin, el universo de antivalores dé paso al de los verdaderos y humanizantes. Una lección que históricamente cuesta asimilar. A lo más, los pueblos en lucha, por estas fechas entrañables de la Navidad, daban tregua a la efusión de sus torpes modos de dialogar y dirimir contiendas. Lo que, con ser positivo, es a todas luces ridículo. Toda tregua, para luego volver al ataque, es, como mínimo, una tomadura de pelo.
Además de la sencillez, de la paz, del amor, la Navidad es una lección de compromiso y solidaridad. Si Dios se humaniza, los humanos no podemos desentendernos de nuestros congéneres y, menos, de aquellos que pasan por la tierra suplicando una mirada compasiva, un intento de entender por qué la desigualdad nos es tan beneficiosa a los del norte planetario. Es, por ello, que en Navidad resulte tan absurdo el exhibicionismo epulónico, cuando la gran masa humana apenas se lleva a la boca las migajas que caen de la mesa de los opulentos.
La Navidad es una lección de gozo y de alegría. El gozo ya lo tienen dentro aquellos a los que el Espíritu mueve. La alegría ha resultado ambigua entre los hombres. No digamos nada la risa o la risotada. A falta del gozo interior y verdadero, del que la Navidad se hace pregonera y fabril, nos hemos construido alegrías de origen falso y sucedáneo. Todos sabemos de qué va esto. Pero ni las litronas, ni el botelleo, ni las drogas, ni los lupanares aportan a nuestra juventud un ápice de la verdadera alegría que sí lleva consigo la Navidad.
Inmersos en un mundo en que libertad es igual a libertinaje, encuentro de culturas a revoltijo incultural, democracia a suma de votos, es posible que la Navidad sea un estorbo, en la misma medida en que se erige maestra de convivencia sobre pilares de paz, amor, sencillez, fraternidad y gozo. Hoy los tiros van por otro lado. ¿Que el hambre no hay modo de erradicarlo? Y a nosotros ¿qué? Nos hartaremos de turrón, mantecados y otras lindezas. Y haremos regalos para quedar bien. Y celebraremos comidas de empresa. Y cantaremos, de paso, villancicos. Todo, menos que el misterio navideño cale hondo. Eso se lo dejaremos a los monjes y monjas de clausura, que no tienen otra cosa que hacer. Nosotros seguiremos con nuestras comilonas y borracheras, hasta que nuestro mundo explote, y todo se trueque en paja, y a ésta se arroje en las llamas del infierno que ya hemos avivado desde esta Tierra nuestra.
Si, por el contrario, pensamos que la Navidad todavía debe seguir proyectando su estrella, para que nos encontremos, sabios o ignorantes, ante la cuna de Belén… ¡FELIZ NAVIDAD!


Padre Alfonso Gil González
(Cehegín)